Fruición boscosa sitiada por edificios


Saludos a todos.

La bienvenida la da una torii, probablemente la más grande que he visto. Donde se vea una torii, por más pequeña que sea, hay cuando menos un altar sintoísta, sino un complejo religioso. La torii es la puerta, el anuncio, la llamada, el límite.
El límite que separa un afuera, donde los más acérrimos representantes del cosplay juegan a ser famosos fotografiados por su fanaticada, y un adentro que es la paz inmensa que solo puede dar un bosque que contiene más de doscientos mil árboles de más de ciento treinta especies diferentes. Es el parque de Yoyogi.


La torii básica se forma por dos vigas y dos travesaños colocados en la parte más alta. No es nada más que eso, cuatro palos hacen la diferencia, el anuncio, la llamada y el límite. Cuatro palos para entrar al hogar de los dioses.
La avenida está cubierta de pequeñas piedras sueltas, de manera que la entrada al santuario no puede ser silenciosa. Es tan amplia que el peregrino se siente importante. Al menos por un momento. Luego, intimidado. No hay manera de evitarlo, en esta celada por empequeñecer al ser humano llano participan los enormes árboles y la tradición que por ahí ronda. Que también hace mucho ruido.
Se destinó 70 hectáreas para ornamentar el homenaje a las deidades de los espíritus del emperador y su consorte, la emperatriz Shoken. Dicho emperador instituyó la que luego se conoció como la Restauración Meiji, la que puso las bases de las conexiones de la isla con el mundo, abrió el Japón a relaciones más intensas con sus difíciles vecinos y con occidente. Hasta ahora, más de un siglo después, es el pan de los polemistas y el agua de los conformistas

Ese tan particular ruido del canguil (palomitas de máiz) saltando en la olla es muy parecido al de los pasos de quienes caminan hacia el santuario, que solo en una ocasión cambia por los latidos roncos del andar sobre la madera de un único puente de arco.
Al doblar por una esquina del bosque la avenida está flanqueada por dos muros levantados con barriles de sake, que fueron donados cuando el complejo abrió sus puertas por primera vez, hace casi un siglo.
La segunda vez sucedió luego de reconstruido. Hay que agradecer a quien se merezca que hayan bombardeado un santuario, en el medio de un bosque, durante la segunda guerra mundial. Para los gringos, hasta los dioses habitantes del altiplano del cielo eran sospechosos de conspiración.
Cualquier feligrés que se respete entra a un santuario purificado. La limpieza va por dos vías: el agua –se lavan las manos y se enjuaga la boca con unos cucharones de uso común- y el fuego –aprovechar el humo de los inciensos.
Entonces sí, cuando se ha devuelto el equilibrio interno se puede pasar bajo la puerta principal, decorada con tallas de madera, con ese estilo asiático de dejar que las esquinas se alarguen, se vayan un poco más hacia el cielo.
Al frente está ya el templo. Es imponente y es limpio. Tiene pocos elementos decorativos. Es tan minimalista que ni siquiera sé qué escribir. Es así, una estructura de madera cuadrada, con un techo de tejas más bien verdosas con una que otra alegoría dorada, y una estructura, también de madera, en donde se reza y se deposita las ofrendas. Pero además, se deja las esperanzas y se recoge los entusiasmos.
Quienes acuden, que son muchos, cumplen con el rito que tiene otro tanto de minimalismo: una venia, tres aplausos, una oración, una venia. No se necesita más para acortar los espacios con las deidades.
En año nuevo este templo tiembla: se calcula que lo visitan tres millones de personas el primero de enero. Acuden para devolver los amuletos que les hicieron bien durante el año, a gradecer los favores y a tomar nuevos amuletos para el siguiente round.
El muro vegetal que protege a Meiji Jingu le da un tono de dramática fruición al acto religioso, que también mucho de declaración política. El emperador -este es el templo preferido de la Casa Imperial- es una deidad tanto como las que se venera en el santuario pero, al mismo tiempo, influye en la política y la economía, en la educación y en el ordenamiento del tránsito, ninguna intervención directa, pero una presencia insustituible.
El peregrino termina su viaje en la torii, en la puerta que anuncia, que llama, que limita. A metros de ahí se desata otro rito, el del cosplay. Jóvenes se visten con los atuendos de los personajes de ánime y manga, están ahí esperando por los fotógrafos y los curiosos, aguardan para ser vistos en un acto de clandestinidad exhibicionista.
Sus héroes son intangibles en su mundo imaginario de celuloide y papel periódico, y por eso están ellos, la versión real, los ojos con los que ven el mundo con la óptica que solo tienen los japoneses.
Hace un tiempo leí esto: “Muchos jóvenes escritores parecen explorar lo que se llama la parte surreal de la vida contemporánea, una especie de vida soñada que ayuda a sobrevivir en un país como el Japón urbanista e hiperdesarrollado". Tanto las obras de misterio como los monstruos que pueblan Tokio parecen querer conectar con un mundo virtual, tecnológicamente creado que sigue produciendo vacío y soledad”. Son palabras de Rosa Morente, profesora de Sociedad Japonesa (Universidad de Salamanca). Y también que a los japoneses les interesa la apreciación de la escena, la captación de la imagen, la visualidad.
Ahí, dentro y fuera de la torii, vive un mundo que se partió, cuyos trozos se diseminaron sin concierto. Pero tiene unos hilos invisibles que atan los pedazos indefectiblemente.
Una niña cosplay deja su actitud de manga y va, por unos momentos, a orar en Meiji Jingu, a reverenciar a esta casta insular tremendamente contradictoria y profundamente  inditificada con sí misma.

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