Japón demuestra que es posible un país ordenado

Reciban un cordial saludo, es enriquecedor compartir con ustedes estas conversaciones.

Hay una regla no escrita en el Japón que se respeta con bastante frecuencia: quien se subió primero a un ascensor debe bajarse primero para, de alguna manera, hacer el intento de equilibrar el tiempo que están todos en el ascensor, que nadie sea perjudicado. Otra norma no escrita es que quien se sube primero se queda al mando de los botones para abrir la puerta cuando nota que alguien llega apresurado o para permitir que una persona que se colocó en la parte más profunda salga sin morir en el intento.
Una costumbre interesante es que el gesto para pedir paso se hace alzando hasta la altura del pecho la mano abierta del brazo izquierdo. Esa es la señal aceptada en el Japón de que una persona está solicitando educadamente que le permitan pasar.
A un japonés no se le ocurriría intentar entrar a un ascensor si hay alguien que está saliendo. Peor aún ir antes que quienes están en la fila. Tampoco se le ocurriría completar la operación de entrar, moverse y salir sin al menos agradecer una vez o hacer por lo menos una venia básica.
Una de las palabras más usadas es  すみません, disculpe, permiso. No es una sociedad que piense que decir cosas sea malo por sí, por lo que no tienen problema en pedir permiso y agradecer en voz alta, una práctica que resulta mucho más social que la de entrarle a codazos a todo el mundo para pasar a la brava.
Vista panorámica desde el edificio del Gobierno Metropolitano de Tokio
¿A qué vienen estos que por momentos parecen consejos de un mal libro de autoayuda? A que una ciudad de 38 millones de habitantes -según récord de la ONU- necesita, para sobrevivir, ciudadanos organizados. Y más, Japón logró formar personas que tienen bien metido en su corazón el respeto por lo otros.
Es posible que para un latino los códigos de orden y de respeto japoneses sean exagerados (es seguro que son un estorbo para los turistas chinos, que hacen todo lo contrario de lo que manda el sentido común). Sin embargo, es evidente que gracias a esa manera de ser, en una ciudad como Tokio, que tiene 14.000 habitantes por kilómetro cuadrado (el doble que Nueva York) se pueden encontrar sitios que guardan un aire rural, a pesar de estar en las entrañas de la megalópolis. O reserven un ambiente de recogimiento.
El templo de Hie en el corazón de Tokio
El templo de Hie ocupa la cima de un promontorio, que está rodeado por las avenidas supertransitadas del barrio de Akasaka, por edificios gigantes de oficinas y por algunas dependencias gubernamentales. Bien sea utilizando las escaleras eléctricas o haciendo el esfuerzo de subir las gradas de piedra flanqueadas de torii, el templo es una contradicción; es decir, cómo puede haber un lugar en el que se puede lograr un estado de contemplación en un paisaje en el que, más allá de las vigas coloradas de la construcción centenaria, hay una ciudad hirviendo; la capital de la tercera economía más grande del mundo no puede ser un hecho inmóvil, estático, gélido.
Esa misma realidad, la de una economía tan grande, que ha permitido construir una enorme clase media con alta capacidad de compra, sin embargo no ha redundado en aspectos negativos para la convivencia diaria.
Otra de las claves es la información, abundante y precisa
Es decir, si el ingreso familiar mensual es de unos USD 6.000, se supondría que una familia tiene suficiente dinero para tener uno o dos vehículos. Es difícil de imaginar a 30 o 60 millones de automóviles en las calles de Tokio.
No los hay. La autoridad, con la complacencia de la ciudadanía, tomó dos decisiones muy importantes. La primera es dificultar, en todo cuanto sea posible, la compra de un vehículo. Los precios de los autos son altos (tienen alta calidad); los departamentos no tienen garaje o estacionamientos, que no sean pagados (pueden costar USD 400 dólares al mes), la gasolina es tan cara como los peajes. De manera que tener vehículo es difícil, a pesar de los altos ingresos.
La segunda gran decisión fue tener el mejor transporte público del mundo. Tan bueno que no es necesario tener carro propio. En las vías urbanas no suelen existir embotellamientos (porque además son conductores respetuosos de los demás), pero sí se dan largas y lentas filas en las vías rápidas, las que unen al Tokio metropolitano con las ciudades satélite.
Los autos van, los pasos cebra son sagrados, se usan luces direccionales, los conductores de taxi cometen pericias increíbles como parece ser parte de su naturaleza, los buses son cómodos y el metro es de una puntualidad insoportable.
Yamanote es la línea de tren que circunvala la ciudad y es la que soporta más la carga de pasajeros. Los trenes pasan cada tres minutos y tienen 12 vagones. En las horas pico puede ser que se metan, a presión, a mucha presión, unas 200 personas por vagón. Muchos llegan a la estación de Shinjuku, que recibe al día más de tres millones de pasajeros. Pero no corren, no empujan, no se molestan, son correntadas de personas que caminan muy rápido y que harán fila para cambiar de tren o para subirse al bus o para tomar un taxi. 
En esas horas en las que millones de personas se movilizan hacia o desde resulta visible y verificable el efecto de haber trabajado sobre conceptos de respeto en la sociedad. En medio de una tensión suprema por cumplir con unos horarios se mantiene, sobre todo, la actitud de que el tiempo grupal es más importante que los atrasos personales.
Hace no mucho tiempo, el responsable de la oficina de prevención de desastres naturales de Minato, una de las administraciones de la ciudad de Tokio, comentaba que tienen dos planes claramente definidos: el de la mañana, en el que deben mitigar los efectos para unos 6 millones de personas, y el plan de la noche, para el que hay programas para unos dos millones y medio. La diferencia entre la una cifra y la otra es la cantidad de gente que se moviliza a trabajar en Minato. Es decir, todos los días entran y salen tantas personas como habitantes tiene Quito, por ejemplo.
A pesar de lo que se pueda pensar, los japoneses no nacen de un molde diferente. Es un país en el que es posible llegar a acuerdos de largo plazo y tienen la sabiduría de sostenerlos, a lo mejor la clave es que pueden mirar el largo plazo como un futuro realizable. El tiempo transcurre con una densidad diferente. 
Feligreses a la entrada del templo de Senso-ji
Desde hace décadas a los estudiantes se les enseña el valor del orden, de la organización, del respeto por los demás. Tampoco se les ocurrió un día que esa sería una buena idea. De alguna manera, es una reacción a la que ha sido empujados por un factor que es determinante en el país: los desastres naturales. 
Japón se bambolea encima de donde chocan cuatro capas tectónicas, ha sufrido las fieras patadas de muchos tsunami, tiene una centena de volcanes activos y cada año es golpeado por una veintena de tifones. Por eso, el país tiene que reaccionar de manera de aprovechar la fuerza de la unión de las personas como sistema central para mitigar los daños. 
Luego de un evento desastroso, a ninguno se le ocurriría comprar más agua de la que necesita, jamás se arrasa con los alimentos de las tiendas. Cada persona comprará una comida completa y probablemente la ceda si es que hay alguien que ha comido menos que él.
En el Japón, como es evidente, se ha demostrado que el orden tiene utilidad. Y mucha. Sirve para sobrevivir. Pero, implícitamente, sirve para ratificar el respeto que tienen por otras personas y por todos los seres vivos, una posición muy budista. 
El argumento final: las personas que habitan islas tienen una predisposición especial para ser solidarios, tienden a cuidarse porque no pueden huir, están sitiados por la inmensidad del mar. Eso les pone a todos en una posición similar, una igualdad sobre la que se fundamentan la solidaridad. 
Para muchos occidentales es exagerado el orden de Japón, suponen que no es necesario ser tan estrictos. Probablemente la única manera de entender este concepto de orden sea convertirse en japonés. Y eso es casi imposible. 

Me voy unos días, volveré pronto. Me encanta conversar con ustedes. 


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