Que no se acabe el Japón

Hola, en la mesa hay viandas, en el aparador bebidas, sean bienvenidos a este convite.

Que no se acabe Japón puede tener dos acepciones y depende si la óptica es desde el país o desde quien lo dice. En el primer caso no, el país no se va a acabar, eso se debe afirmar, no se va a acabar a menos que un cataclismo termine con el planeta; si hasta ahora la abundancia de fenómenos naturales y la saña de detractores no lo ha logrado, es harto complicado pensar que se le va a acabar la resiliencia ahora mismo.
El segundo caso es el que aterra: es la posibilidad de que se acaben los días en que se disfruta de estar en Japón o de visitarlo con la nostalgia, la maldición del olvido.
Siempre es necesario tener claro que mi relación con Japón, y creo que la de cualquier persona en un país que le acoge, se forma de escalones.
Espero no cansarles con este corto apartado biográfico: antes de llegar a Japón conocía tanto de este país como de Francia, Moldavia o Nigeria, y cuando supe que iría con un equipaje grande tampoco hice el intento de estudiarlo, no tenía razón para aparentar que sabía a dónde iba.
El siguiente escalón es el que suele acompañar a un turista: novelería, despreocupación, perplejidad. Pero el turista absorbe lo justo porque sabe que el tiempo se le acaba rápido, que en unos días ha de estar sobreponiendo otras sorpresas o se dejará estar en su rutina.
La próxima, la que siguió, fue una ruta escabrosa, difícil, dejar de se turista y comenzar a ser ciudadano. Es decir, aprender los pequeños protocolos cotidianos para volverse parte de la sociedad que acoge. Abandonar el fastidioso “Es que en mi ciudad la cosa se hace así” e integrarse a las formalidades de la convivencia diaria (Japón es fascinante en este punto, una sociedad ahíta de formas auténticas, únicas y vastas). En este trance, además, se comienza a husmear en pestillos y cerraduras con la intención de trasponer la fachada, con mucha emoción y algo de aprehensión, arriesgarse a tantear el alma de una nación, donde están guardados siglos de avatares.
Luego, un escalón más arriba, ya se produce una integración orgánica. Es entonces inevitable preguntarse si habría compatibilidades suficientes para abrazar al Japón e instalar residencia por que tiempo que queda (o que falta). Ese es el punto de quiebre cuando queda bien impreso en el alma un país (que no es el país, desde un punto de vista personal son la cultura, la identidad y la sociedad).


 
“¿Y por qué me seduce tanto este lugar lejano y distante (lejano en distancia y distante en cultura?). Las guías de turismo hacen listas de las cosas inolvidables de Japón, pero no necesariamente coinciden con mis argumentos.
Apreciar. Esa es la primera palabra que tengo en el corazón, hay la posibilidad de aprender a apreciar pero, además, hay las condiciones para practicarlo. Por principio, siempre respetan el espacio ajeno y ese no inmiscuirse da la libertad individual para quedarse de pie en la mitad de la acera mirando cómo los pétalos de las flores de sakura se dejan estar en el viento y descienden acariciando la nada.
Luego, no mostrarse alegre y sonreído no es sinónimo de un estado negativo. La nostalgia no está asociada a la infelicidad, dejar de sonreír no se interpreta como un síntoma de enfermedad, pesadumbre o estado dañoso. A pesar de que en pocos lugares del mundo se sonríe tanto y hay tanta predisposición para hacerlo, es excepcionalmente común acariciar la nostalgia con una ternura tibia y es recomendable aprender a hacerlo.
Las artes, en uno de sus ángulos, reproducen la realidad. Evangelion, el anime de culto, juega con personajes que son una extrapolación que mantiene fidelidad en el contenido, aunque distorsiona el continente. El silencioso estar, el vacío de la mirada de Ayanami Rei, la sonrisa sin gesto, el valor sin límites, la nostalgia contenida, la sincera manera de ocultarse. Este personaje es capaz de mostrar el fascinante espacio que ocupa el interior de personas que suelen sentirse más a gusto consigo mismas.
Que no se acabe nunca el Japón del sonido de la katana, el murmullo áspero de la hoja que llena con paciencia la vaina, ese como graznido que es más parecido a un pincel patinando sobre el papel de arroz que a la fricción de metales; cautiva la suave brisa del metal que se aduerme en su castillo de bambú.
Los cascabeles de los templos, el tintinar cuando un feligrés toma la larga cuerda y la sacude para llamar a los dioses y entregarles las ofrendas. Los cascabeles están colgado frente al altar de oración, el pío se detiene bajo ellos, hace una reverencia profunda, mueve con fuerza una cuerda atada a los cascabeles que cantan un sonido sin eco, opaco; el pío aplaude dos veces y ora. El ritual sin pompas, el techo del templo que quiere aplastarlo todo contra la tierra para regresarlo al origen, el barullo del mundo, el susurro de la oración, el sandalias de madera que teclean andares pausados, la tersura de los quimonos multicolores. Los latidos de los corazón se relajan indefectiblemente.
Que no se acabe el Japón de la quietud. La parafernalia de la modernidad en las calles de urbes futuristas cuya naturaleza multicolor se suspende en un estado de quietud al cambiar una avenida bullente por una callejuela contenida o por una jardín con una armonía desordenada.
El paisaje de las montañas enhiestas que se suceden sin orden y que en cada capa pierden un poco de verde, ganan un tanto de gris y se tiñen, las más lejanas, de un negro que parece la boca de una caverna que conduce al cielo. Todo este concierto se asienta en las olas sucesivas del mar que juegan a contagiar sus grises con los del cielo.
Que no se acabe el Japón que desnuda los límites del idioma, que es capaz de colocar a un persona en medio del vacío para dejarle mustia de palabras, para enseñarle que no todo hay que verbalizar, que lo que se puede contar es poco frente a lo que se debe callar.
Por más que he mirado no he encontrado el final de la escalera y cada grada se muestra misteriosa y cabal. Por ahora, no quiero encontrar el final y, de verdad, espero que no se acabe nunca Japón, en la presencia y en la nostalgia.

Volveré con ustedes y otras tantas historias

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