En el envés del mundo 第三章 (Tercera parte)

Son ustedes muy amables de asistir a la tercera parte de este intento por entender el rebulicio interno que vive un latino promedio cuando va a vivir a Japón. Bienvenidos a lo que será el relato de una mudanza, la del pasaporte a la tarjeta de residencia. Es como una eclosión, dejar de ser capullo para comenzar a volar.

Como se ha dicho en los capítulos anteriores, Japón es un país que tiene abundantes protocolos y reglas sociales no escritas. En el aprendizaje de las venias y los protocolos se va el tiempo. Es posible decir que las primeras semanas se vive despreocupadamente con una sensación de ser un turista con el privilegio de gastar mucho tiempo sin la tiranía de un guía.
Santuario de Zojoji, Tokio
La posibilidad de perderse por ahí sin más responsabilidad que tener en cuenta un par de puntos de referencia, el dinero suficiente para regresar y la dirección escrita en un papel. Así puede pasar mucho tiempo. Es un país tan amable, organizado, es un sitio en el que se respeta tanto a los seres humanos que es posible y aconsejable despreocuparse por lo que tanto importa en occidente.
Pero llega el punto de transición: visto desde lejos parece como un salto al vacío, dejar de ser turista y comenzar a ser residente; "...amargura sin nombre de dejar de ser niño y empezar a ser hombre" según palabras del poeta ecuatoriano Medardo Ángel Silva. ¿Es amargo? De alguna manera sí, la presencia temporal, la turística, es una vivencia adolescente, irresponsable, libertina: todo está permitido; total, en un rato más hay que salir de aquí.
La del visitante de paso es la rutina del ser sorprendido (que no perplejo), del alma inquieta (no asustadiza), de la emoción con fecha de caducidad (que no de la pasión irrefrenable). Es la del hombre que hace concesiones nimias mientras está de vuelta a su metro cuadrado de seguridad y de confort donde no concede nada. El explorador audaz, el extranjero que salva sus nalgas de una cornada en Pamplona, una esponja que absorbe sin filtro las fachadas, tanto como las miradas condescendientes y remilgosas de los locales, la actitud de un mozalbete despreocupado, la reflexión epidérmica sobre la otredad de un ser humano que se deja seducir por baratijas. Con una facilidad pasmosa la mujer se enamora perdidamente por tres días del botones del hotel y el hombre desata fuegos pasionales por la mesera del restaurante. La actitud del turista siempre es la de un amateur que baila sobre una cuerda floja. ¿Hasta dónde transgredo para aprehenderlo todo en tiempo récord?, esa es la consigna.
Mirador en lo alto del santuario de Yamadera.
El tiempo se acaba de dos maneras: o es hora de regresar o es tiempo de dejar de ser un turista y cambiar a la orilla del frente, allá donde se debe aprehender todo lo necesario para no transgredir.
Ser acogido por un país, entre otras cosas, significa, como canon mínimo, respetarlo; la actitud debe ser permeable en un juego que algo tiene de trampa, pues ha de volverse un ciudadano de aquí, sin perder la identidad de allá. Una tómbola de derechos y deberes que se construyen alrededor de una cultura diferente.
Ese es el limbo, uno diferente al de la imagen cristiana de una sala de espera difusa en la cual se aguarda el veredicto, este es como un momento detenido en un lugar inexplicable en el cual se fragua la nueva realidad. Este limbo de la realidad provoca amargura y felicidad, complacencia y ansiedad, las expectativas son alentadoras y catastróficas, quizás sea la más macabra acción de alternar simultáneamente los contrarios. ¡Maldita sea la dialéctica!
El japonés Yukio Mishima, uno de los más destacados escritores del mundo, en el libro El Templo del Alba tiene unas referencias soberbias sobre el atardecer, el no momento, el instante donde se desatan las fuerzas que no se ven o no nos atrevemos a mirar, los minutos de la transición del día y a la noche, la escapada del sol y el arribo de la luna, el suspiro que media entre la vida y la muerte.
Ese es el limbo en el que se sobrevive. En este estado, la actitud menos apropiada es esperar un veredicto con los dedos cruzados; pero, hay una peor todavía: nos ser permeable.
A lo mejor el orden del ser humano mande que después de la sorpresa debe venir la reflexión. Dígase con precisión, una segunda reflexión pues la sorpresa misma ya es un proceso reflexivo. Y se puede suponer que ese proceso puede provocar dos reacciones que, de por sí, empañan el proceso de apropiarse del envés del mundo. Una de ellas es sentarse, relajarse y disfrutar. La otra, valorar y sobrevalorar lo dejado en el pasado y atarse a las evocaciones.
Puede hallarse una tercera vía que será la más difícil, una que impele a caminarla con libertad, con amor y con pasión, esa es la combinación adecuada para aprender lo que es importante (y dejar lo periférico) sin estrellarse contra la sociedad como un meteorito.
Hay muchos aspectos dispersos que se han mencionado hasta aquí. Pero se los puede juntar en el que llamo “el síndrome de la dubitación”. Puede resultar más claro si se usa el ejemplo de un francotirador que tiene a su blanco en el punto de la mira, ha calibrado el instrumento a la distancia correcta, las condiciones meteorológicas son ideales, pero decide mirar con el otro ojo para comprobar que efectivamente el blanco está a tiro. Cuando lo hace el objetivo ya no está.
Estudiantes a la entrada del complejo religioso de Kiyomisudera
Japón es un país complejo, cuesta ver el final del pozo, hay que rascar despacio y seguido para descubrir lo que hay dentro de la piel. ¿Es solamente un asunto de las formas? No, es un asunto de normas. ¿De las leyes? De antiquísimas leyes de evolución que mutan todos los días, que fueron creadas por fuerzas distintas a las del Japón actual y que por ende ahora no se pueden modificar; ni entender.
Evidentemente se puede aprender la mayoría de esas formas pero es muy difícil asimilar la lógica que está detrás de los protocolos
La verdadera tortura del "síndrome de la dubitación" es, para seguir con el ejemplo, que el francotirador, por honestidad, deberá disparar, deberá hacerlo de todas maneras. Será enseguida o mucho después, pero no puede dejar de hacerlo.
Entrar en el espíritu japonés es inevitable, es además un ejercicio responsable de convivencia y esa es la tercera vía: entrar con libertad, con amor y con pasión.
El “síndrome de la dubitación” obstaculiza esa posibilidad porque contrapone a la libertad la duda, el prejuicio; opone al amor el interés por usufructuar; y, a la pasión se le opone el cálculo intelectual y el marco lógico. Si vence el “síndrome de la dubitación” la vida del residente se vuelve como una resbaladera, a través de la cual se desciende con vértigo para llegar a la quizás más perniciosa de todas las actitudes: evitar por todos los medios ser permeable a la cultura local.
Cada persona que se instala en el Japón mira este proceso desde su ángulo. El de Llamingosan es este, un ejercicio de convivencia responsable con libertad, amor y pasión, ¡Vamos por él!


No se alejen, hay mucho más por ver.



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